Manuel Gómez Naranjo
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La marcha de una sociedad es responsabilidad de todos; sin embargo hay unos más responsables que otros. El ciudadano de a pie paga sus impuestos y participa, auque sea de manera tangencial, de la vida comunitaria; pero las elites políticas, económicas e intelectuales –tanto los lideres nacionales como los dirigentes comunitarios- tienen una responsabilidad mayor por el impacto que sus decisiones y opiniones tienen sobre centenares o millones de personas.
El asunto es que entre las elites y también en el seno del pueblo llano, se suele argumentar que el pésimo desempeño de la sociedad se debe; no tanto a la incapacidad de quien dirige un país sino a su maldad. Puesto en estos términos, la ecuación es simple: los malos hicieron una conspiración para fregarnos la vida, ahora que están los buenos las cosas van a salir muy bien.
Desde esa simplicidad, es imposible diseñar soluciones capaces de interpretar la urdimbre de que está constituida la realidad; el mundo se reduce a una representación minimalista de buenos y malos: exactamente como en una telenovela. En las telenovelas los buenos sufren durante 159 capítulos como consecuencia de las trampas que hacen los malos, hasta que en el capítulo 160 se descubre la trama, los malos son castigados y los buenos son felices para toda la vida; la felicidad es tan absoluta y plana que sería aburrido seguir contando esa historia sin sobresaltos, por lo que la novela se termina.
En esa perspectiva de la política como telenovela, se asume que la bondad es suficiente para tener éxito; que los buenos (en el caso que efectivamente lo sean) están ungidos con una poción de infalibilidad que los hace invulnerables al fracaso. No hace falta buenas ideas, lo que efectivamente se requiere, son corazones benevolentes.
Se llega, incluso, a desconfiar del conocimiento con el argumento de que los muy informados suelen estar alejados del pueblo, razón suficiente para que entren en estado de sospecha; ni más ni menos que uno de los lemas entre los fascistas europeos: “cada vez que escucho la palabra cultura me llevo la mano a la pistola”.
El Ogro filantrópico
Dice el refrán popular que “cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía”. Detrás del amor dispendioso por el pueblo casi siempre se encierra la tentación de embridar su voluntad a los intereses y a la pasión por el poder de aquel que se autoproclama su protector; la generosidad de los líderes se convierte en un soborno material o afectivo para aniquilar la libertad individual.
Desde luego esa conexión del pueblo con sus líderes se impersonaliza y manifiesta en la relación de ese “remedo de ciudadanía” con el Estado: por un lado, estos ciudadanos mutilados que sustituyen la exigencia de sus derechos por la súplica y el soborno, y por el otro, el Ogro Filantrópico encarnado en el Estado que devora las resistencias políticas e intelectuales; el Ogro voraz que engulle las organizaciones comunitarias y los movimientos populares para ponerlos al servicio de la ideología que alimenta el sistema de poder.
El Ogro a secas requiere de una red institucional para la aplicación eficaz de la violencia, mientras que el Ogro Filantrópico necesita dinero, y una manera de proveérselo, es administrando los recursos de una nación o quitándoselo a los particulares, el resultado: el Estado patrimonialista. En un régimen patrimonialista el jefe del Gobierno administra los bienes como si fueran su patrimonio personal con la particular característica de que la única rentabilidad que se procura es política, de allí que dispone, regala, premia y castiga con cargos al patrimonio público. Por otro lado, el cuerpo de funcionarios y empleados gubernamentales – como dice Octavio Paz- “desde los ministros a los ujieres, de los magistrados y senadores hasta los porteros, lejos de constituir una burocracia impersonal, forman una gran familia política ligada por vínculos de parentesco, amistad, compadrazgo, paisanaje y otros factores de orden personal. El patrimonialismo es la vida privada incrustada en la vida pública”.
¿Ciudadanos o Siervos?
Si la verdad existe sería justo decir una: la bondad no debe ser condicionada, debido a que el verdadero acto de dar no espera retribuciones porque degeneraría la sustancia de que está constituido. El agradecimiento es humano pero el recibir no trae aparejado obligaciones que anulen la libertad individual.
Ahora bien, ¿es posible construir ciudadanía cuando el Estado es una maquinaria fabulosa de compra de voluntades? La respuesta tiene que ser un “sí” rotundo; sin embargo, el camino es fatigoso porque los Estados patrimonialistas son estructuras premodernas y feudales en la que escasean los ciudadanos y abundan los siervos.
La mayor dificultad está en rescatar la autonomía personal y organizacional; en ese sentido, el papel de la Sociedad Civil debe ser esencialmente contracultural, constituyéndose en una generadora pertinaz de cuestionamientos al poder. Se trata de apelar al bien supremo: la libertad. ¿Pero qué es la libertad? Octavio Paz nos lo dejó dicho: “la libertad es una posibilidad que se actualiza cada vez que un hombre dice NO al poder, cada vez que unos obreros se declaran en huelga, cada vez que un hombre denuncia una injusticia”.
viernes, junio 16, 2006
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