Por
Susana Del Rosal
Su juguete más caro. Revoloteaban dentro de la casa,
felices de ser libres. Su hermoso trinar era la más dulce
melodía, cuando se posaban confiados en sus sucias manitas de
chiquillo de barrio. Eran sus pájaros, habían comido en su plato
y dormido en su lecho cuando de tan chiquitos se quedaban
embobados en cualquier parte. Ahora, sus fuertes alas de animal adulto los impelían a mayores horizontes, más allá de las nubes
y las matas del patio, más alto aún que sobre su enmarañada cabecita llena de sol y de lluvia...más lejos todavía que el
alcance de su traviesa sonrisa desdentada.
-¡Epa, compadres!- los instaba a volar, y luego al verlos
volver a él, los reprendía:
-¡Ah, pájaros bien zoquetes, carrizo!- pero dentro de sí
estaba orgulloso de su posesión, de su confianza, de aquella
sensación plena, grande, en el pecho.
Y un día llegó el circo. Por la angosta calle vió desfilar
las multicolores carretas y el estruendoso corretear de los payasos. Había un elefantote con collar de plumas y un burro que
bailaba cuando el señor del sombrero hacía sonar un tambor.
Entonces, el vacío de su bolsillito le estrujó el corazón. La
gente pasaba con gran alboroto. Iban al circo. Los muchachos
del frente, la señora de al lado...el musiú del abasto. Y los
grandes ojos de Juan Luis, ilusionados con la nueva diversión,
contemplaron con fijeza a los pajaritos.
-¡Esos bichos valen rial, compadre!- porque la doña donde
su mamá trabajaba le había dicho que se los vendiera y él
nunca había querido...pero ahora...claro que se entristecía de
repente al pensar en ellos, mientras iba al circo con los diez
bolívares en su apretada mano, pero el pensamiento se desipaba con los carritos, el payaso y las cotufas calientes -¡sabroso!- y se llenaba la boca a puñados, mientras el burro decía que sí
con la cabeza.
Esa noche soñó que el elefante se reía de sus pajaritos
al verlos encerrados en la costosa jaula de doña Petra, y
asustado se despertó en la madrugada. La casa parecía muy sola, muy callada. Se paró y se paseó por todo el patio con una
gran tristeza dentro de sí. No tenía ya las cotufas...el circo se había ido, y su soledad era quizás más grande que nunca.
Al amanecer llegó donde la doña a ver a sus pajaritos. Seguían siendo suyos porque así lo sentía. A lo mejor podía
conseguir dinero y devolverlo para deshacer el negocio, ¡qué
caray!
-¡Epa, compadres!- gritó desde la puerta.
-¡Ah pájaros bien zoquetes, carrizo!-
Pero la jaula estaba vacía. No se oía nada, ni siquiera
su trinar bajo los árboles, sobre las cabezas.
Y la señora Petra, desde la cocina:
-¡Qué va, Juan Luis, esos bichos como que estaban
enfermos...se me murieron, pues!-
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