domingo, junio 01, 2008

Bajo las nubes

Por

Susana Del Rosal


  Su juguete más caro. Revoloteaban dentro de la casa,

felices de ser libres. Su hermoso trinar era la más dulce

melodía, cuando se posaban confiados en sus sucias manitas de

chiquillo de barrio. Eran sus pájaros, habían comido en su plato

y dormido en su lecho cuando de tan chiquitos se quedaban

embobados en cualquier parte. Ahora, sus fuertes alas de animal adulto los impelían a mayores horizontes, más allá de las nubes

y las matas del patio, más alto aún que sobre su enmarañada cabecita llena de sol y de lluvia...más lejos todavía que el

alcance de su traviesa sonrisa desdentada.

      -¡Epa, compadres!- los instaba a volar, y luego al verlos

volver a él, los reprendía:

      -¡Ah, pájaros bien zoquetes, carrizo!- pero dentro de sí

estaba orgulloso de su posesión, de su confianza, de aquella

sensación plena, grande, en el pecho.

      Y un día llegó el circo. Por la angosta calle vió desfilar

las multicolores carretas y el estruendoso corretear de los payasos. Había un elefantote con collar de plumas y un burro que

bailaba cuando el señor del sombrero hacía sonar un tambor.

      Entonces, el vacío de su bolsillito le estrujó el corazón. La

gente pasaba con gran alboroto. Iban al circo. Los muchachos

del frente, la señora de al lado...el musiú del abasto. Y los

grandes ojos de Juan Luis, ilusionados con la nueva diversión,

contemplaron con fijeza a los pajaritos.

      -¡Esos bichos valen rial, compadre!- porque la doña donde

su mamá trabajaba le había dicho que se los vendiera y él

nunca había querido...pero ahora...claro que se entristecía de

repente al pensar en ellos, mientras iba al circo con los diez

bolívares en su apretada mano, pero el pensamiento se desipaba con los carritos, el payaso y las cotufas calientes -¡sabroso!- y se llenaba la boca a puñados, mientras el burro decía que sí

con la cabeza.

      Esa noche soñó que el elefante se reía de sus pajaritos

al verlos encerrados en la costosa jaula de doña Petra, y

asustado se despertó en la madrugada. La casa parecía muy sola, muy callada. Se paró y se paseó por todo el patio con una

gran tristeza dentro de sí. No tenía ya las cotufas...el circo se había ido, y su soledad era quizás más grande que nunca.

      Al amanecer llegó donde la doña a ver a sus pajaritos. Seguían siendo suyos porque así lo sentía. A lo mejor podía

conseguir dinero y devolverlo para deshacer el negocio, ¡qué

caray!

      -¡Epa, compadres!- gritó desde la puerta.

      -¡Ah pájaros bien zoquetes, carrizo!-

      Pero la jaula estaba vacía. No se oía nada, ni siquiera

su trinar bajo los árboles, sobre las cabezas.

      Y la señora Petra, desde la cocina:

      -¡Qué va, Juan Luis, esos bichos como que estaban

enfermos...se me murieron, pues!-  

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